Yo era la otra. Eso fue lo que descubrí al revisar el celular de mi marido. Él tenía una amante, una mujer que le enviaba fotos, audios, emojis y mensajes de amor. Él le respondía con la misma pasión y ternura. Le decía que la extrañaba, que la amaba, que era su vida.

Yo era la otra. La que no sabía nada. La que vivía en la ignorancia. La que se conformaba con las migajas de su atención. La que creía en sus excusas, en sus mentiras, en sus promesas.

Yo era la otra. La que no le importaba. La que no le hacía feliz. La que era una bruja, una carga, un obstáculo. La que solo estaba con él, por los hijos y por las apariencias. La que pronto iba a ser abandonada.

Yo era la otra. La que sufrió. La que lloró. La que se sintió traicionada y humillada. La que quiso recuperarlo, salvarlo, perdonarlo. La que no pudo.

Yo era la otra. La que se quedó sola. La que recibió la noticia. La que no lo pudo creer. La que no lo pudo ver. La que no lo pudo despedir.

Yo era la otra. La que murió con él. La que no tuvo consuelo. La que no tuvo esperanza. La que no tuvo sentido.

Yo era la otra.