Laura preserva con cuidado la ropa de su hijo en el armario, como si en algún momento pudiera volver a verlo vistiéndola. Sus juguetes descansan en una caja, guardando la esperanza de presenciar nuevamente su alegría al jugar con ellos. La habitación permanece intacta, es un espacio que anhela su regreso.

Aún lo extraña intensamente, le parece que el día en que lo vio por última vez fue ayer. En sus sueños, lo abraza y besa una vez más. Las lágrimas fluyen, el dolor persiste sin ceder al paso del tiempo.

Todavía lo ama, a pesar de haberlo perdido hace 30 años en un trágico accidente de tráfico,
Laura lo extraña como si la separación fuera reciente. Como si no hubiera tenido que afrontar la vida sin él, sin su sonrisa, su voz y su presencia.

Lo recuerda incesantemente, porque él era la razón misma de su existencia. Aún no ha encontrado consuelo ni esperanza, sin entender por qué él tuvo que partir. Se resigna a su ausencia, pero su nombre nunca deja de resonar en sus labios.

Laura sigue siendo su madre y siente como si él fuera su único hijo. La conexión persiste, desafiando la distancia impuesta por el destino; se pertenecen mutuamente, como si la vida no los hubiera separado. La esperanza de un reencuentro se mantiene viva, ellos saben que algún día se verán de nuevo.