Bajo el manto oscuro de la noche, Iol se halla inmerso en un tumulto de sentimientos que, como voraces bestias, amenazan con devorarlo por completo. Los años de sufrimiento y desdicha han dejado una carga colosal en su ser, una tristeza tan densa que parece imposible de disipar.

Entonces, en medio del silencio nocturno, una voz susurra al oído de Iol palabras que parecen provenir de lo más profundo del universo:

En un río de lamentos, ¡oh, Iol!, permite que mis palabras sean el eco de tu dolor. Que tus lágrimas, como manantiales de purificación, despejen las sombras que han oscurecido tu ser. Libera el alma del pesado lastre, de los despojos acumulados en el tortuoso camino que has transitado. Enciende la llama sagrada y deja que el fuego consuma las impurezas, para que de las cenizas renazcas, fénix impetuoso, en una danza eterna de resurrección. Desgarra tu piel, como el crisol que funde el metal, y permite que los recuerdos, como espinas afiladas, te atraviesen, pues de su dolor nacerá tu fortaleza. Muere, una y otra vez, en el ciclo incesante de la existencia, para renacer con la fuerza de los dioses. Sumérgete en la prisión de tus propias emociones, en ese laberinto donde la mente se extravía y el corazón palpita al compás de las cadenas que lo aprisionan. Que tu llanto sea de sangre, rojas lágrimas que reflejen el tormento de tu alma, y que sobre tus mejillas tracen senderos de dolor y redención. Soporta con estoicismo el filo del colmillo que te desgarra, dejando en tus entrañas el veneno de la soledad, del abandono, del infortunio. Pero recuerda, ¡oh, Iol!, que de cada gota de sufrimiento brotará la flor de la esperanza, y de cada herida, la semilla de la fortaleza.